martes, 11 de enero de 2011

EL TRAMPOLÍN

No llegó a saltar; al menos mientras yo miraba.
Por encima de Londres, desnudo en plena noche
encaramado a un tablón. Lo observé a través de las barras
creadas por su miedo y el mío pero era algo más que terror
lo que le mantenía crucificado entre las estrellas en ciernes.

Sí, era incredulidad. Bien sabía
que las circunstancias exigían sacrificio,
pero, allí tembloroso, desplegadas las alas sobre la ciudad,
la sangre empezó a regatearle el precio
que la historia pagaría si se tirase al vacío.

Si con ello arreglara el mundo, merecería la pena,
pero él, con toda razón, hacía tiempo que ya no creía
en ninguna Utopía ni en la Paz en la Tierra;
sus amigos no verían su muerte como redención ni indulto
sino como una mera hebra de fe; por si de algo sirviera.

Y aun así sabemos que sabe lo que debe hacer.
Allá por encima de Londres, donde sonríen las gárgolas,
se lanzará en picado cual bombardeo dejando atrás el campanario en ruinas,
un hombre que expía su propio pecado original
y, como otros diez millones, muere por el prójimo.


c. 1942


Louis MacNeice, traducido por Eduardo Iriarte

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