martes, 18 de enero de 2011

CONTRA LOS POETAS QUE ESCRIBEN SIN LEER Y ESTÁN EN TODOS LOS SUPERMERCADOS



Mi poesía es mucho más pura que la vuestra.
Pero nadie lo sabe. Sólo un nombre,
un nombre internado, escondido
como fiebre que dibuja su causa.
Mi poesía es mucho más pura que la vuestra.
Vómito de amor, límite incierto del lenguaje.
Permitidme decirlo de mí mismo.

Vosotras, poetas del cuerpo, os habéis
dejado llevar por la posmodernidad
y ya no suenan los cantos de Orfeo.
Todos vuestros blogs, vuestros títulos
falsamente heterodoxos y vuestra infame polémica.
Vuestra fama y vuestro ego.
Vuestra lengua, vuestros ojos, vuestro cuerpo
dilatado ante tanta vana admiración.
Ya sé que vuestro útero es sagrado. Pero eso
no importa. No es lo imprescindible del poeta.
Por eso volved,
volved a los muertos
(los que quieran que escuchen mi motivo):
Hölderlin, Horacio, Rilke, un Vallejo.
Brines escribe un poema en su despacho.
Alguien dijo las estrellas para quien las trabaja.
Fue Mestre, y escribió un poema
a los pies de una montaña en Chile.
Claudio paseaba por el campo de Zamora, una tarde de junio de 1951,
y escribió un poema que incluiría en Don de la ebriedad.
Alberti escribía un soneto en Roma, y se quedó con las palomas
de una plaza habitada por el fuego.
Cernuda pulía Las nubes en su casa de Londres.
Octavio Paz se fijó en las líneas derretidas de un eclipse.
Valente conocía la razón y la mentira.
José Hierro escribía por la noche, y Aleixandre, y Dámaso.
Gerardo Diego escuchaba los Nocturnos de Chopin
antes de ponerse a escribir sobre el amor.
Catulo se enamoró de Lesbia y escribió lo que otros cantan.
Pessoa tuvo voces dentro de su voz. Huidobro se burló
de sus metáforas ardientes: fue un terrorista del lenguaje.
Girondo giraba en un tranvía, y espantaba a los pájaros del Sur.
Borges se volvió loco en su Biblioteca y escribió La cifra,
su último poemario, celeste y sabio.
Molinari paseaba por rincones olvidados de Buenos Aires
cuando escribió esos versos memorables.
Pacheco dejó su sangre sobre el párpado
en un verso grabado bajo lluvia,
a los pies de un volcán de México.
(Apagado y antiguo. Ofreciendo su amor a Heráclito).
Pablo Antonio Cuadra
encantó a las serpientes de la selva nicaragüense
con su enjambre furioso y con su mirada católica.

Y ahora algunos y algunas escriben
cualquier cosa disfrazada de poesía.

Mi poesía también es más pura que la de ellas.
Quién eras tú, joven o niño. Quién eres ahora.
Dónde has estado todo este tiempo. Eres aquel,
mírate al espejo, te reconoces:
un muchacho tímido que leía y leía
y escribía imitando a sus primeros poetas admirados,
hasta que adquirió un estilo propio,
y forjó su mundo. Y se conoció a sí mismo.
Y disfrutó de los bellos
encabalgamientos. Y se esforzaba en su oficio
totalmente cautivo, entregado y solo.
Discretamente azul, discretamente ardiendo.
–Conócete, muchacho. Es más bello un rostro sincero
que una mentira impuesta.
–Dime tu nombre o déjalo caer sobre el olvido.
(Es un lago en el alma, donde se hunden las costras del silencio).
–Amas a Hermes, amas a Eurídice. Algún día esos dioses
reconocerán tu entrega y tu trabajo.

Déjadme llorar, amigos, al ver
cómo se desmoronan los muros de mi patria.
Sé que no soy nadie para decirlo. Que quizá no tenga
modestia ni razón ni vergüenza. (Sí, siempre fui
un desvergonzado ante el Señor,
pero al final me perdonó mi valentía).

Dejad que me queje de los cantos de esas niñas,
burguesas del alma, atrevidas y grotescas.
Entrevistadas por el veneno de lo efímero,
por la droga de la fama y la osadía.
Esas que venden libros en supermercados
y están en todas las revistas de moda.
Esas que han olvidado
la lira triste y dulce de Orfeo,
y van de trovadoras modernas por la vida.

Ese no es el camino verdadero.

Dejadme decir
que la fama no es la gloria del poeta,
sino los versos que sobrevuelan la ceniza.


L. LL.
18-1-2011

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