lunes, 30 de abril de 2012

COMIENZO A VER LA NOCHE


                       el subir verdadero del subir
                                                 J. R. Jiménez


Comienzo a ver la noche,
sus pasos orillados,
sus minutos descompuestos
al vacío de lo mismo,
en el aire,
hacia el signo del fuego.

Sigo la línea marcada
por los ojos cerrados,
el pulso entreabierto como un grifo celeste.
Como abrir el alma al paraíso.
Como tejer lo que se va,
lo que se está yendo
en este instante.

Comienzo a ver la noche y queda
un minuto de sol sobre la tierra.
Comienzo a ver lo que invisible nace
sobre el mundo, sobre este recinto
de la sombra. Lo que empieza como un ángel
y es oscuro, y nos da la lluvia y las palabras.

Lo que tanto ruido no podrá decir.
Lo que siempre nace.
Lo que nunca encenderá la muerte.

No habrá otro día.
No habrá otra noche para Dios.

miércoles, 25 de abril de 2012

OFICIO DE INOCENCIA



Tenemos otros ojos
cuando ha pasado el tiempo
y nuestra sombra es diferente, otro pulso
a la deriva de lo nuestro, una identidad
que va mudando, como todo lo que huye
sin saberse. Ahora abril tiende sus puentes
vacíos, sus ramas separadas por el sueño,
y las horas se desnudan en la luz de los lugares
que se ocultan, y yo estoy más limpio
y puro y seguro de mí mismo,
porque sé que habré acertado en mi respuesta,
porque sé que hay un engaño
en todo laberinto, en todo espejo de la vida,
oblicuo y convexo. Y siempre el odio
bajo el humo, las personas que sólo creen
en la mentira, lo que se disfraza como sol
y sólo es vacío. Pero uno sabe
dónde está su luz, dónde su pureza,
dónde la inocencia
siempre poderosa como un astro
sobre el muro del odio,
como una llama al fondo de la noche.

Y mi fuego basta.

jueves, 19 de abril de 2012

EL NIÑO



El niño está ahí. Coge sus juguetes,
no teme al tiempo ni al olvido,
inventa nubes y ciudades,
dibuja con sus manos los segundos.
El niño observa con cuidado, acaricia
la aurora y el eclipse,
la soledad del día ido.
Y el camino es esta muerte sin remedio,
pero él lo desconoce.
Fuera —en el jardín— hay un árbol.
(Se asoma lento a la ventana).
Es un silencio de siglos,
un lugar al fondo de la infancia.
Con su vida y con su luz pinta el paisaje,
encierra el mundo en este cuarto,
reduce todo a la alegría.

El niño mira
su tiempo en el espejo. Comienza a ver la muerte.
Siente los pasos del vacío, la ausencia de todo paraíso,
la soledad de sus juguetes. Se ha quitado la venda
en este instante: está viendo la vida.
(El mundo suena, los meses pasan, la gente muere).

Un día recuerda
dónde estuvo todo aquello,
dónde se quedaron esos mundos,
esos lugares tan sin muerte, ese perfil azulado
de las cosas. Las estrellas se habían roto.
El paisaje era una máscara
arrancada con desidia. Su cuarto era otra cosa:
una ciudad bajo la nieve,
un viaje constante y con insomnio,
un reducto de ceniza. Sólo juguetes bajo el polvo,
juguetes y distancia y un muro infranqueable
hacia ese antiguo reino, detrás del olvido.

El niño ya no es niño.

Sus libros, sus amigos, su familia,
su larga y tormentosa adolescencia.
La soledad a la deriva,
el viento a la deriva,
el mundo a la deriva.

El niño ya no es niño. Ahora cruza un bosque
y desconfía de los sueños. Ahora
ya no hay cielo ni casa ni pájaros ni tiempo.
La muerte se apodera de sus límites.
Es una extraña cicatriz, como un viaje submarino.

Su conciencia ya no tiene paraísos,
ni se fía de los dioses,
y las cosas siempre esconden una trampa.

Ahora llueve y el mundo es una jaula,
una tumba de donde nadie puede salir.

El niño ya es un hombre.
El niño ha muerto.


© Luis Llorente