lunes, 28 de marzo de 2011

LA SOLEDAD ES BLANCA COMO UNA COLINA


La soledad es blanca como una colina.
En los cafés las horas se desgastan
como puentes en el invierno,
como páramos escondidos en la lluvia.
Es un viento de marzo el que corre por la vida, y abre su boca de sangre
sobre los tibios minerales de la tarde, imposible y lenta,
y nos dice su luz, y entrega sus preguntas,
y viaja como un nombre en el aliento de Dios,
en las orillas del mundo, donde las lámparas escriben sueños ácidos,
sí, en las lámparas del sueño y en el sueño de las lámparas.
Yo tengo oscuros caballos en mi muerte,
yo tengo fuegos en el cuerpo,
y una cortina vieja se deshace para verme,
mientras los pasos del perro
se cuelgan de los ojos de los árboles,
y se duerme el viento sobre toda la ciudad dormida,
y ladra el mundo sobre los aullidos de otra muerte,
y se gira y sangra y empieza a nacer la noche,
y crece como el vértigo azul en tus pupilas,
y la tinta de la lluvia es tan larga
que debemos morir para esperarnos,
y crujen y se lanzan las cicatrices del buitre muerto,
y vuela la ceniza sobre tus ojos vacíos,
y en los páramos antiguos hay casas invisibles y sagradas,
y relojes moribundos como vómitos de vino,
como noches desenterradas sobre el volcán.

Despierta. Mira tus ojos. Es la noche lo que duerme.
Es el centro de la herida, como un eclipse olvidado.

Es el estrépito del alba,
o la tarde que comienza,
o la noche que se inclina
sobre tus manos de sueño antiguo.
Es la luz que crece en los hondos lugares de la niebla.
Es el llanto de las ratas en las esquinas del azufre.
Los viejos patios, las palomas muertas,
los salones donde tiembla el día como una secreta infancia.
Una inmensa lejanía, el límite de un beso,
de un beso que no puede estrellarse,
de un amor que se rompe y hace que se extienda la mentira,
los cuchillos de cicuta, los algodones perseguidos
por la forma imposible de una nube.
Hay estatuas en mis ojos, hay gritos en mi infancia,
cáscaras que viven en el llanto,
olvidos de ámbar en la plenitud de la ceguera.

Cuando apagué la luz, supe que vendrías.
Cuando escondí mi cuerpo y comenzó a oler el viento del sur como una [semilla,
supe que estabas.
Cuando crujieron las sílabas, y ardieron horizontes,
y se encendieron las mandíbulas de los perros
como esa brisa que viene a veces de la infancia,
supe que la sed de aquel árbol era inmensa.

Cuando salí de casa, y me fui a buscarte
como un león perdido en una alcantarilla,
vinieron tus labios a morder mis labios,
y las calles se aplastaron con su sola mansedumbre.


Luis Llorente, Café El Alcaraván, Salamanca, 27 de marzo de 2011

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