jueves, 19 de abril de 2012

EL NIÑO



El niño está ahí. Coge sus juguetes,
no teme al tiempo ni al olvido,
inventa nubes y ciudades,
dibuja con sus manos los segundos.
El niño observa con cuidado, acaricia
la aurora y el eclipse,
la soledad del día ido.
Y el camino es esta muerte sin remedio,
pero él lo desconoce.
Fuera —en el jardín— hay un árbol.
(Se asoma lento a la ventana).
Es un silencio de siglos,
un lugar al fondo de la infancia.
Con su vida y con su luz pinta el paisaje,
encierra el mundo en este cuarto,
reduce todo a la alegría.

El niño mira
su tiempo en el espejo. Comienza a ver la muerte.
Siente los pasos del vacío, la ausencia de todo paraíso,
la soledad de sus juguetes. Se ha quitado la venda
en este instante: está viendo la vida.
(El mundo suena, los meses pasan, la gente muere).

Un día recuerda
dónde estuvo todo aquello,
dónde se quedaron esos mundos,
esos lugares tan sin muerte, ese perfil azulado
de las cosas. Las estrellas se habían roto.
El paisaje era una máscara
arrancada con desidia. Su cuarto era otra cosa:
una ciudad bajo la nieve,
un viaje constante y con insomnio,
un reducto de ceniza. Sólo juguetes bajo el polvo,
juguetes y distancia y un muro infranqueable
hacia ese antiguo reino, detrás del olvido.

El niño ya no es niño.

Sus libros, sus amigos, su familia,
su larga y tormentosa adolescencia.
La soledad a la deriva,
el viento a la deriva,
el mundo a la deriva.

El niño ya no es niño. Ahora cruza un bosque
y desconfía de los sueños. Ahora
ya no hay cielo ni casa ni pájaros ni tiempo.
La muerte se apodera de sus límites.
Es una extraña cicatriz, como un viaje submarino.

Su conciencia ya no tiene paraísos,
ni se fía de los dioses,
y las cosas siempre esconden una trampa.

Ahora llueve y el mundo es una jaula,
una tumba de donde nadie puede salir.

El niño ya es un hombre.
El niño ha muerto.


© Luis Llorente

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