Una paloma
pesa sobre el suelo.
Tiene el mismo valor
que una lata de cerveza
flotando en el agua sucia de un puerto viejo.
Y la vejez es vida
que se impone ante la muerte.
La ciudad sigue adelante
pero tú te quedas atrás.
Y hay un lento sacrificio
que se encuentra tras el humo.
Los dientes se cansan de morir.
Las manos, los ojos, los labios
no conocen el amor, y prefieren
que sea así. Y entonces se levantan
los muros tras el viento,
y los tejados parecen bombillas con la forma de los pájaros.
Una paloma pesa sobre el suelo.
Vierte su ruido y su desnudez,
su canal de humo,
su grito que arde
más allá de lo visible.
Y no queda compostura
ni ritual. Todo es un cauce mentiroso,
un espejismo ya,
una forma de la muerte
que se pierde en el horizonte, y el horizonte
es lo que regresa como un barco. Y el puerto
ya no tiene esa apariencia, y dice
algo distinto con la misma boca, sucia
y desdentada. Y la suciedad
es una forma de limpieza. Aquí todo
parece refugio ante la muerte.
Aquí te escucho y a veces intento olvidarte.
Intencionadamente, como todo lo que viaja con la muerte, y el viaje
es una pregunta inacabada y un lugar extraño:
desierto extrañamente ilimitado,
razón del movimiento y del camino.
Aquí te escucho. Y vuelvo a amar
aquellas tardes como entonces,
similares a la lluvia.
Aquí las palomas están muertas.
Son fantasmas sobre el suelo,
y pesan como extrañas sonrisas
sobre el día sin sol.
Las nubes tienen
colores agrietados: un tono rosáceo
se extiende sobre toda la ciudad,
entrega el olvido a la tierra y a las calles,
atraviesa la muerte y el cielo de un espejo,
se disfraza de reloj y de latido,
es ceniza en el comienzo de la noche,
vuelve con la apariencia de la vida.
L. LL.
8-1-2011
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