Definitivamente se trata de mi otoño,
un tiempo de alianzas imposibles,
la edad roja de todos los peligros
para hombres maduros y chicas solitarias.
La edad del adulterio y el olvido
sin ninguna esperanza, la edad fría,
la partida final contra uno mismo.
Permanezco en la mesa, sin esperar la suerte,
ya no cabe el azar en este juego.
Es el tiempo de hacer un solitario
con las cartas marcadas de la vida.
Una paloma
pesa sobre el suelo.
Tiene el mismo valor
que una lata de cerveza
flotando en el agua sucia de un puerto viejo.
Y la vejez es vida
que se impone ante la muerte. La ciudad sigue adelante pero tú te quedas atrás.
Y hay un lento sacrificio
que se encuentra tras el humo.
Los dientes se cansan de morir.
Las manos, los ojos, los labios
no conocen el amor, y prefieren
que sea así. Y entonces se levantan
los muros tras el viento,
y los tejados parecen bombillas con la forma de los pájaros.
Una paloma pesa sobre el suelo.
Vierte su ruido y su desnudez,
su canal de humo,
su grito que arde
más allá de lo visible.
Y no queda compostura
ni ritual. Todo es un cauce mentiroso,
un espejismo ya,
una forma de la muerte
que se pierde en el horizonte, y el horizonte
es lo que regresa como un barco. Y el puerto
ya no tiene esa apariencia, y dice
algo distinto con la misma boca, sucia
y desdentada. Y la suciedad
es una forma de limpieza. Aquí todo
parece refugio ante la muerte.
Aquí te escucho y a veces intento olvidarte.
Intencionadamente, como todo lo que viaja con la muerte, y el viaje
es una pregunta inacabada y un lugar extraño:
desierto extrañamente ilimitado,
razón del movimiento y del camino.
Aquí te escucho. Y vuelvo a amar
aquellas tardes como entonces,
similares a la lluvia.
Aquí las palomas están muertas.
Son fantasmas sobre el suelo,
y pesan como extrañas sonrisas
sobre el día sin sol.
Las nubes tienen
colores agrietados: un tono rosáceo
se extiende sobre toda la ciudad,
entrega el olvido a la tierra y a las calles,
atraviesa la muerte y el cielo de un espejo,
se disfraza de reloj y de latido,
es ceniza en el comienzo de la noche,
en la oscuridad de las sillas pobladas de insectos.
Y es la ignorancia antigua,
el conocimiento último,
la muerte transparente y devastada,
la aridez de la madera
y las puertas de las casas de la luna.
Mirad: otra ventana,
otro sonido que traspasa los muros,
atraviesa los desiertos
de punta a punta de la luz.
No busquéis otro amanecer,
porque ninguno es más bello que éste.
Esta es la casa de Dios,
la casa del padre azul:
yo le ofrezco mis poemas
a cambio de alegría.
Pero no, no debo pedir nada a cambio,
nada a cambio de nada. Sólo
agradezco la lluvia
y las tardes de noviembre con el aire dispuesto,
ese tono del cielo
cuando el ocaso se rompe como un párpado.
Ese veneno de ceniza,
ese amor, ese latido siempre.
Los árboles se queman en mis ojos,
inventan mi mirada, mis pasos, mi leche de luz,
y construyen puentes para el viento.
Sí, miradlo:
es el viento que tañe como las campanas de noviembre.
Es el poema
en la mesa del rayo
(el hombre necesita del amor y del rayo),
y comemos el pan negro de los puertos,
el sucio corazón de las gaviotas.
El mundo es esta lágrima
mezclada con la sangre de la noche,
cayendo del tejado, saltando
las ventanas de las casas de la luna.
La flor del mundo,
las estrellas,
las estaciones erosionadas por el rumor celeste de las sílabas.
Sí, son regiones,
regiones celestes donde habita la nostalgia.
Un día estuve allí,
allí nacieron mis ojos
con la luminosa intervención del mar.
Es la flor del mundo,
el destello del mundo,
la alegría del mundo.
Es la música del mundo,
la belleza de esta tierra: sueño o paraíso
de nadie porque es nuestro.
(Es nuestro, y por eso no es de nadie).
Es la flor del mundo,
la ebriedad del mundo,
el instante del mundo.
La belleza de esta tierra: sueño o paraíso
atrapado en una lágrima de alas.
Alas sobre el mar, ciudades invisibles sobre el mar,
cuerpos de mármol sobre el mar.
Viento sobre el mar, tardes sobre el mar,
velas incendiadas sobre el mar.
Al fondo un barco
enviado desde la luna.
Y trae un perfume:
huele al puerto que hay
junto a las casas de la luna.
Son los poemas del mundo.
Son los corazones congelados de Ledo Ivo,
congelados para que vuelvan otro día,
para ponerlos en marcha
frente a otra eternidad.
Flor del mundo,
andamios del mundo,
fugacidad del mundo.
Es la sal del mundo en las uñas cenicientas de la tarde.
En los lobos disecados de la noche,
en el cadáver del reloj de los ratones.
Flor del mundo,
abismos del mundo,
sol de la ebriedad.
Vientos del mundo,
ciudades del mundo,
fantasmas del mundo,
escaleras ocultas del mundo,
desiertos del mundo,
mares del mundo,
luces del mundo naciendo en otro mundo,
ésta es la carne del caballo de la infancia.
(Muertos del mundo, minutos del mundo).
Ahora el tiempo se detiene sobre las calles.
Mirad: hay un niño de compras con su madre,
y una paloma sobre el hombro de un anciano.
Aquí, vedlo, callad un momento:
se oye un pájaro de espejos apagados,
y una cortina blanca
del tamaño de una madrugada.
(Vedlo:
el mundo se está hundiendo
porque no puede soportar tantos espasmos de belleza).
Un cuerpo sale de la tierra,
un dios ha heredado
este páramo de fuego.
L. LL.
Escrito la noche del 3 de noviembre de 2010, en silencio absoluto, bajo la lámpara,
a diferencia de otras veces (que escribo de día).
Es el poema que da título a mi blog, pero hasta ahora no lo había mecanografiado.
Del ciclo del libro Los ríos celestes, que por cierto se publicará este año. Al final no incluí este poema por despiste al hacer la selección de entre un montón de poemas.
Esto se ha publicado en la revista "Punto de Partida" de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Somos 14 poetas "de" Castilla y León.
Si hay algún visitante en este triste blog, espero que le guste.
Tus párpados que sufren y se cuelgan.
Las uñas del buitre extinguido.
La resurrección de una flor en medio de diciembre.
Las anchas avenidas bajo el peso del sol.
El inmenso pulso de la mañana radiante.
El bostezo de un árbol copulando con la brisa.
Los ojos del poeta que buscan y preguntan.
Los pies que bailan y se entregan.
La noche blanda que se lame el hueso.
Los sonidos desatados de la espera.
El grito irremediable de los páramos antiguos.
Las líneas del olvido encerradas en la Historia.
El destierro como sangre de raíces.
La soledad como pájaro enjaulado en la alegría.
La libertad como elevado precio de las horas.
El hambre y el rumor de la desgana.
Las cicatrices en el cuello de mármol.
La estatua como tumba de las tumbas.
El silencio que se rompe como un túnel.
El fulgor de los relojes infinitos.
Las entregas de una mano a los crepúsculos.
Los ríos que suceden al desierto.
Las voces despedidas y que tiemblan.
Las puertas aceptadas por la lluvia.
Las ventanas de la casa compartida.
La extensión de un cuerpo como bocas invisibles.
Las pupilas dilatadas como piedras.
Los pasos, las palabras, los caminos.
Los poemas que se mueren en la vida.
El alto, el inmenso pulso de la mañana radiante.
Las anchas avenidas bajo el peso del sol.
La resurrección de una flor en medio de diciembre.
Las uñas del buitre extinguido.
Tus párpados que sufren y se cuelgan.
La poesía me dijo no te olvides de la lluvia.
Y pienso en esta fecha.
Hoy es el cumpleaños de Dolly Parton
(19 de enero, cumple 65),
la cantante más sexy del country
y la más odiada por Heráclito.
Pienso en este día
sin calendario, invisible, señalado.
Un 19 de enero
qué puede suceder en una casa,
en un lugar vacío,
en un lugar
donde nadie sabe dónde está:
qué puede ocurrir
mientras escribes un poema,
qué puede ocurrir
en medio de una confusión
herida como un árbol. Al fondo hay sangre
coagulada, saliendo de la tierra.
El frío de enero es un ángel mortal
o un parto desarraigado. La nostalgia
no la quiero: me invade tanto que la odio.
Las cuchillas de luz
dibujan en la niebla sus formas y sus máscaras.
(También las odio).
Yo quise escribir unos versos
que estuvieran bien servidos. Y no sé
si ya lo hago, si salen de mi boca
para entrar en otro reino.
(Lo estoy haciendo, hay algo que aparece).
¿Conocéis esta ropa? Soy el mismo hombre.
Siempre soy el mismo. Siempre estás conmigo,
pequeño dios de la esperanza. Eres el mismo cuerpo
con distinta música. El mismo paisaje con distinto vuelo
(lo escribí una vez y se ha quedado en mi memoria).
Y yo me muero a cada instante de alegría.
Necesitamos beber bajo la sombra.
Alimentarse, abrigarse, tener cobijo.
Las copas son
como los ruidos de una ciudad:
bebe despacio, eres libre.
Una copa de vino, un trago de vida
en la humildad serena de la tarde,
examen señalado de tu causa,
un viento o respuesta
que comulga con nosotros:
Escribir
con la memoria aprendida del mundo.
Usted sabe que los poemas crecen en el fango.
Son flores de suburbio, como dijo una poeta.
Flores maleantes
en sucios rincones de papeles.
Y olvidaré estos versos
–sí, no los recordaré–
porque estarán de algún modo
en mi torpe cabeza,
en mi aliento personal sobre las cabezas del día.
En mi persona y en mi sombra.
En mi voz y en mi silencio.
Qué importa que no los tenga
cuando la muerte venga a mis zapatos,
cuando el día del Juicio Final
me pidan que recite algo de memoria.
El poema no será mío:
no me importa, no lo quiero.
Sólo es una forma nueva,
otra esquina de la casa,
el mismo bosque habitado con figuras
que olvidaron el tiempo de la lluvia y más tarde retornaron
sigilosamente. Es un giro en la calle
ya aprendida. Una forma nueva,
levantada con fingidos equilibrios.
Es otro rincón del mismo lugar,
un poema simplemente
con la mirada un poco más allá
–lo mismo siempre a veces no es lo mismo–
pues ya saben
que esto ya lo he dicho. Mientras tanto el sol
desciende por mi sangre
como la droga de un pájaro muerto:
el cielo se desliza sobre la ciudad colmada de espectrales voces
y la niebla aprende su desahucio.
Sólo es un café,
pero hay algo detrás
de la vida o la memoria de esta lumbre.
La misma calle, otra vez.
Vuelven los ojos del joven que fui
un día de noviembre de 2005 (cuando empecé la carrera),
en este mismo lugar, el que a veces
tiembla y me alcanza
con un tiro de luz que es esta bala
que se clava y que se pierde
al fondo de la tierra de mi cuerpo.
Soy esto que está aquí,
delante de mis ojos, desierta palabra
de la espera: legítima desnudez irreparable
porque no tiene remedio este poema;
cáncer de luz, palabra que vuelve
con todas las sábanas intactas,
latidos blandos,
espejos de la sombra,
la misma música dentro de mis ojos,
la misma sensación
de aquel día de noviembre de 2005.
Luis Llorente
Poema escrito el 22 de noviembre de 2010
Comienza con lluvia la tarde
y la casa compartida parece un convento.
Soy un hombre, soy una palabra, soy un muro.
Me reflejo en esa lumbre, soy el patio
que viene de las afueras. Música nuestra,
aquí quién ha perdido un sueño.
Ojos transparentes: latido de la luz que tiembla
y es un grifo de amor sobre la cama.
La ciudad callada se recorre en la memoria.
De una mano a otra, el pan de las nubes,
la geografía de la luz. Mirar entonces
a los tejados de edificios tristes,
hacia el cielo donde pasa
otro cielo de otro día.
Luis Llorente
Poema escrito el 7 de noviembre de 2010
Del libro Geografía de lo ausente
El niño subió al árbol para llorar belleza.
NATALIA MARTÍN BLANCO
Hemos crecido.
Hemos entrado en la no materia,
recordando las luces y los días
y los húmedos pasos en las calles ausentes.
Hemos visto y sentido.
Hemos estado en el temblor de la nieve.
Estamos ahora como soles sin tiempo.
Estamos como verjas tras tus ojos. Estamos aquí.
La tarde no escucha ni ama. Nosotros
amamos a la luna y ponderamos los cristales de tu lluvia
inmensa como un árbol. Te miro
y pienso en la cara oculta de tu cuerpo.
Escribo en esta mesa donde los poemas buscan existencia
y perpetuidad en el cuerpo de la palabra
que llega ahora.
Nos adentramos como un brote en el silencio,
la vitamina ácida del conocimiento.
Recorremos la magia que empieza en el olvido.
Llega la noche.
Escuchamos el pulso del cosmos. Todo latiendo aquí
como una semilla: el origen del mundo.
Caminamos. Nos adentramos en la tierra
como si fuéramos raíces que se van hundiendo:
el descenso del amor
a la respuesta a todas las preguntas.
Durante el amarillo del olvido,
donde empezamos todo
con ventanas al viento que parecen profecías:
abismos de luz, cristal nocturno.
Luis Llorente
De La rutina de la nieve (Huerga y Fierro, 2010)
*poemario escrito en 2009
La lluvia miente.
La lluvia es mentira.
No sabe cuántos pasos hay que dar para alcanzarte
y para que la noche sea azul.
No sabe que te escondes porque el amor da mucho miedo.
No sabe que el olvido sonríe a veces
y que el tiempo puede masticar adioses con rostro amarillo y de llegada,
como una flor cortada con sabor a soledad
en el último instante de la nieve.
Luis Llorente Benito
De La rutina de la nieve (Huerga y Fierro, Madrid, 2010)
Las copas de los árboles de más
-todo lo que es hermoso, fiel y raro-
el ciervo que en el bosque corre libre,
las piedras de este puente hecho con huevos,
el click que hacen las minas cuando es tarde,
Carmen apuñalada,
Hamlet leyendo un libro,
la melodía nazi en Cabaret
-todo lo destructivo, irremediable-
nuestro amor. Nuestro amor. Sí. También eso.
Mira. Al fondo estás tú mismo.
Te reflejas en el agua del pasado.
Nadie viene por la cuesta de la noche.
Se acercan las palomas a comer el pan.
Se llena de hormigas ese vientre.
Mira. Quién eres, dónde sabes
que eres tú. Míralo caer
como la noche. (Hemos dicho que nadie viene
por la cuesta de la noche). Y ahora digo
que es tu boca lo que viene,
a besarme, a incendiarme, a matarme.
A morirme, porque es un verbo incomprendido.
Es tu boca lo que viene a morirme.
(Un largo dolor te anuncia.
Pasos resonando por una calle
arteria
lejos –reflejo de tu alma
a solas con el mundo–
y la tristeza extraña del amor).
Igual que Cloto me hilo
la vida: yo
no me puedo equivocar. Los errores
los busco de antemano,
nivelo mis memorias
y esperanzas. Metal
de implacable ley, fundo
mi fortaleza y mis pasos
en falso, equilibro el botín
con la renuncia.
Sólo es verdad
lo que aún no conozco.
José Manuel Caballero Bonald
De Las horas muertas (1959)
Las calles
no están.
Yo estoy
mientras se alejan las últimas farolas
como balas de muerte.
¡Las calles no están!
He estado una hora en la plaza de Anaya
buscando a Dios entre la niebla
y creo que no lo he encontrado.
El amor es ácido sulfúrico.
El alcohol, una nube que se inventó
para divagar en noches como ésta.
Y no te tengo. No estás.
Pestañeo, busco mi origen,
y sólo encuentro lluvia y ruidos que caen de las ramas.
Y las hormigas, qué estarán diciendo las hormigas,
tal vez nada sepan de mí. Ni de ti.
Pero te conozco, y te miro,
te amo y te nombro en la belleza.
Bajo el árbol y la nube.
El cielo gris, o blanco, o del color del vientre
de una ballena muerta. Te he estado
diciendo que te amo, a las puertas de la catedral,
ebrio y confuso,
y no me has contestado.
No me has contestado
mientras mis zapatos se oxidaban de abandono
y mis lágrimas imitaban a la lluvia.
La podredumbre es este hechizo.
No te escondas, Señor:
encontrarte es muy difícil.
Pues cambiar de sitio
como se cambia de poema,
como se habla solo,
como se entregan tus zapatos al mordisco del sol.
Los pasos se quiebran deliberadamente.
Puedes caminar y correr,
mirar, saber que lo que tienes es tu vida
y que hay un día que tarda en apagarse.
Estás cansado pese a haber dormido muchas horas.
El destello en tus ojos, que conocen la rutina,
y la tentación de mirarse en otro espejo
más agrietado que la tarde. Hay sueños negros
y una oscuridad que habita el jardín tras los muros
antiguos. Y antiguo eres tú. Antiguo
porque ya no tienes nada
ni sabes dónde estás.
Luis Llorente
Escrito el 12-1-2011
Probablemente para el libro Nunca
Las cosas se van.
No están aquí. A veces las vuelvo a ver
y en la escollera el viento dibuja la muerte.
El viento lentamente me acaricia.
Nos acaricia. Yo subí a aquel barco
mientras la ciudad al fondo devoraba al día.
O el día devoraba a la ciudad.
Ya no estamos
los de entonces, acabados y afligidos
como en una sombra errante,
perseguidos como un muro por la hiedra,
clavados en el suelo del silencio,
y sin destino sabemos que este momento es una gota de la vida,
una pátina de irrealidad e independencia sobre el cuerpo:
tenemos alma ahora, cruzamos el sueño
hacia otros barcos en la niebla.
Ya no es verano. El invierno viene
con los dientes preparados, ilumina casas y jardines,
tejados, patios, balcones, huertos. Los ventanales
sirven para buscar la vida. Entra la luz
y veo el rostro de un extraño dios. No sé quién es,
ni de quién es esta suerte.
Ya no estamos los de entonces,
desolados y afligidos,
acabados y afligidos.
Terminamos junto al mar como una muerte
y la tarde dice dónde empieza el sol.
11-1-2011
Probablemente para Geografía de lo ausente
este amanecer es una ola
que se resiste a morir,
el sueño de un pasaje sin nostalgia,
un lápiz en el contorno de otra sombra que te apresa:
fantasma de la palabra omitida.
el cuento termina como no esperan
los cuervos de corbata azul
así que está bien,
como el café tomado a tiempo.
la orilla es un escalón al mar
y no hay barcos al inundarnos en tierra.
Ningún quizás
llega a la boca del deseo.
El deseo suena a charco vacío,
llévame a donde no llega el poema
donde caduca la sugerencia,
y llueve presente sobre olvido.
Caminó
por el día blanco y largo.
Empezó el día
como página virgen,
hundido en el tiempo,
subterráneo, sumergido.
Caminaba por la calle
bajo la indefensión y bajo el tedio,
pero sabía que este año
sería algo mejor que el anterior.
Habitó una casa renovada,
miró la nieve, vaciló a los espejos
del crepúsculo, las tardes de luz tenue,
la lluvia densa y breve, los latidos de su corazón
bajo las nubes cuando se alimentan de la tierra.
Y era así. Sabía, no sabía,
veía otras cosas, detalles
en los que nunca antes se había fijado:
en las puertas, en las escaleras, en los platos,
en los vasos de aceite, en la lenta humedad de las calles,
en los ajos que cuelgan en algunas tabernas, en los grifos
mal cerrados (goteando agua para nadie),
en las gafas de los ciegos, en el bastón de los ancianos,
en las bicicletas de los niños, en las columnas de la Facultad,
veía cosas en definitiva:
empezó a inventar un mundo que giraba hacia otro lado,
buscaba un año diferente
como una estación que sorprende en la memoria,
No llegó a saltar; al menos mientras yo miraba.
Por encima de Londres, desnudo en plena noche
encaramado a un tablón. Lo observé a través de las barras
creadas por su miedo y el mío pero era algo más que terror
lo que le mantenía crucificado entre las estrellas en ciernes.
Sí, era incredulidad. Bien sabía
que las circunstancias exigían sacrificio,
pero, allí tembloroso, desplegadas las alas sobre la ciudad,
la sangre empezó a regatearle el precio
que la historia pagaría si se tirase al vacío.
Si con ello arreglara el mundo, merecería la pena,
pero él, con toda razón, hacía tiempo que ya no creía
en ninguna Utopía ni en la Paz en la Tierra;
sus amigos no verían su muerte como redención ni indulto
sino como una mera hebra de fe; por si de algo sirviera.
Y aun así sabemos que sabe lo que debe hacer.
Allá por encima de Londres, donde sonríen las gárgolas,
se lanzará en picado cual bombardeo dejando atrás el campanario en ruinas,
un hombre que expía su propio pecado original
y, como otros diez millones, muere por el prójimo.
La estancia cobró brillo de repente y el mirador
arrojaba nieve y rosas contra ella
silenciosamente colateral e incompatible:
el mundo es más súbito de lo que imaginamos.
El mundo es más demencial y profuso de lo que creemos,
incorregiblemente plural. Mondo y troceo
una mandarina, escupo las pepitas y me
embriaga la diversidad de las cosas.
Y el hogar llamea con un borboteo porque el mundo
es más malévolo y alegre de lo que uno supone
–en la lengua en los ojos en los oídos en las palmas de las manos–;
hay algo más que vidrio entre las rosas inmensas y la nieve.
Enero de 1935
Louis MacNeice (Belfast, 1907-Londres, 1963), traducido por Eduardo Iriarte
David pintó un cuadro
muy hermoso: La muerte de Marat.
Es un rostro
sin temor, sorprendido
por el puñal de Charlotte Corday
a las puertas de un instante de la vida:
la relajación en la bañera,
el agua sobre el cuerpo
tendido y casi muerto ya:
supongo que el alma de Marat,
su mente y su muerte eran lo mismo.
Qué estaría pensando
unos minutos antes
de la fatídica sorpresa.
Quizá no pensó nada.
Tal vez haya que reconocer
que fue una muerte dulce,
envidiada por muchos,
y una forma de inmortalizarse
ante la revolución francesa.
Y de qué sirve contemplar
este óleo sobre lienzo,
si no transmite del todo
el instante de la muerte.
Sólo refleja los ojos apagados
y lo que hubiera sido otra vida
después de una defensa.
Pero Marat fue sorprendido, y murió.
Y así vive su muerte
entre nosotros, y David se quedó
con los derechos de su imagen
y Charlotte, qué decir de Charlotte,
supongo que estará orgullosa
de ser una mujer elegante y homicida,
de perpetrar un elegante asesinato.
Si no sabes dónde ir
quédate donde estás.
Quizá sea mejor.
Mejor que probar nuevas ropas,
trajes sin aliento
como eclipses manidos.
Mejor es repetir
una escena conocida.
No te quedes ahí,
rodando en el espacio
como triste desengaño.
Es un mundo itinerante,
un lugar fundado a la intemperie,
la mudanza que parece muerte
y no lo es. Es mejor
repetir una escena conocida.
Es mejor quedarse donde estás.
No mires por la ventana.
Ahora no hay nada que ver.
No preguntes a tu mente.
Ahora no hay nada que contestar.
No escribas nada.
Ahora no hay poemas que temer.
VII) 10-1-2011
poemas numerados desde el día 8, para un nuevo libro
Luis estaba en la Biblioteca de Filología
eran las cinco de la tarde y quería escribir un poema
directamente a ordenador
y con ganas de suicidio preventivo
tenía una antología de Juan Liscano
y no sabía muy bien qué hacer con su memoria
a veces pensaba que la poesía era un lugar deshabitado
pero no importa
mientras nos tiremos desde la misma azotea
y vayamos de cabeza al cielo
después de rebotar el alma en la calle y esparcirse la sangre
lentamente por toda la ciudad
no importa mientras tengamos el mismo ruido
y el mismo corazón de las súplicas como pequeñas cajas de ajedrez
para mirarse a la sombra de mañana con cuidado y desengaño
de perfil y de historia y de arrecife
con cuidado del tiempo que no pasa con el mismo gesto
(dicen que es el más peligroso de todos)
el hondamente más peligroso brutal y tal vez ciego
porque dicen que nunca se asoma hasta la muerte
y que llegan sus ojos que aparecen desnortados
y el norte se llena de moscas de ballenas de buitres y gusanos
siempre me gustaron los insectos
a Luis siempre le gustaron los insectos
y sabía que algún día que algún minuto equivocado aparecería de nuevo
la maldita escritura automática
como virgen cautelosa del pasado
tengan cuidado si se miran al espejo
hay poemas de un autor venezolano
sobre la mesa de escribir rayar la tinta con la sangre
y la voz que se levanta del silencio
con el ruido y con la tarde y con el ruido y con la noche y con el ruido
la poesía –iba diciendo– es un lugar deshabitado
pero donde puedes quedarte a vivir una temporada
mientras no molestes al demonio
excavamos el mismo sueño
allí donde las casitas sonreían
y los jardines sin historia escribían su condena
o su tregua o su tratado para la guerra
el manifiesto el informe el documento personal
en los archivos sagrados de ese dios
aquí es donde lo veo
es aquí donde lo veo
y es aquí donde lo veo y lo levanto
hacia el mudo corazón de las estrellas
hacia los muros destruidos y apagados
y los espejos temblantes del lugar
siempre dije que las sábanas no mueren
y nada tiene un cauce sin la historia de la muerte
a Luis le gusta escribir demasiado
y se tira por un puente en un espejo
porque el espejo es un sueño como carne de buitre
como águila de león como yermo de hienas
como violines destrozados en el aire
y entonces digo la pregunta silenciada
y entonces vuelvo a mirarte como te miré ayer
y te estoy mirando todavía
no te olvides de tu rostro
eres más bella que el silencio del mar
el hechizo o el rumor de las olas
ahora recuerdo aquel barco en el que viajaba con mi tío
Tarragona es una ciudad hermosa para pasear y para pasear y para escribir
y tal vez para morir
porque allí la vida no tiene forma de derrota
y entonces digo lo mismo
que he escrito unos versos
ocultos en mi cuerpo
salen de mí como la sangre cuando se escupe
o se respiran los cuchillos punzantes de la luz
y la noche es un desierto demasiado largo
tan largo que no vienen las guaridas
a escribir sus temblores en la lluvia
los cadáveres del tiempo están intactos
hace frío y hay silencio
te miro todavía y te duermes o te mueres de lado
y te sigo mirando con mi rostro demacrado y dolorido de la vida
ya los mirlos se han marchado
y el invierno es un piano en tu ventana de niebla
quién me ha visto y quién se queda
a dormir en las cuevas transparentes del abismo
en las gargantas del tiempo
en el filo del poema como sangre
en la sangre como lluvia
en la lluvia como tierra en los pulmones
no respires la arena porque nunca será luz
sólo yo te escucho
aquí ahora siempre en los túneles abandonados
del olvido como bosque de serpientes y resina azul
la plenitud y la ceguera de los cielos esteparios
mojados por el polvo o la ceniza
ruinas de humo sobre el páramo
sólo yo te escucho y te poseo
y tú puedes poseerme y me escuchas y me chupas la cabeza con las nubes
agrietadas como un lienzo de Tiziano
y la ciudad donde estuve en otra vida
vuelve con las últimas luces de la noche
quisiera cambiar de rostro
y empezar un nuevo cuerpo
abrirme a la vida
como se sacian los caballos en el agua
los ríos tienen ese olor inconfundible
escuchas el rumor del fuego
las llamas son la vida la chimenea el sillón
beato y circundado por relojes amarillos
las nubes están llegando
recuerda que te dije que te amo
estoy aquí
mira
dónde
Se acarician. Se bastan.
Están colmados por ellos mismos
colmados por la sed sensual del otro.
Se conocieron ayer:
llevan siglos de parecerse
de abrazarse en las paredes siempre únicas
de reconocerse en todos los lugares
donde el sueño esconde su tesoro
donde la dicha deja a la nostalgia
donde nunca estuvieron
donde están.
Aroma de piel ramajes íntima penumbra
labios que besan por la herida
rostro asomado al secreto del rostro que lo refleja
palabras que se derriten por los dedos
semejanzas descubiertas con delicia
apetencias de olvido y de sabores no probados
mientras se inventan paraísos sin castigo
y se cuentan a tientas el alma
mientras asumen el destino de las frutas
y la vida fulgura en ellos
con sus “siempre” y sus “nunca” efímeros
con sus “primera vez” repetido hasta el final
con sus partes confundidas cual miembros que el amor enlaza.
Hasta ellos no alcanza el rumor de la urbe
o será más bien que no lo oyen
que lo cubre el susurro con que se aman
que lo dispersa el soplo que se dan.
Se huelen se gustan se desean.
La libertad que encuentran los deslumbra.
Ascienden en una isla espacial entre los astros.
Pareja sin Historia
pareja constelada.
Se miran a sí mismos en el otro.
Ella aparece abierta impúdica ojerosa tremulante
él: enhiesto obsceno avisor posesivo
ella: contráctil húmeda gimiente umbría
él: herido llameante solar fulminado.
¡Cuánto abandono momentáneo!¡Cuánto triunfo!
Pueden equivocarse gozosamente
confundir las imágenes del deseo espejado
fundir los sabores de sus bocas
perderse juntos en el placer del otro
fluir de manantiales en arroyos
de arroyos en raudales de raudales en ríos
hasta el mar hasta volcarse en la unidad del origen
en el espacio pletórico y vibrante
donde cada movimiento se transmite de polo a polo
donde flotarán donde están flotando
como dos hipocampos entregados al rito nupcial.
Aflojan las redes y los nudos milenarios
arrojan de sí el pasado las cáscaras los trapos
viento propicio borra las huellas mezcla arenas y estrellas
le dan la espalda a la memoria hueca
para ser cresta de una ola
para ser cresta espuma sortilegio
cielo de mar espacio palpitante que rompe en sales
y en la cresta de esa ola de caballos tornasolados
que recorre de punta a punta el tiempo como una playa
me arrojo contigo!
¡la corro contigo hasta el final del día!
¡sobre su filo tú y yo somos jabalina y destello!
¡vivan este esfuerzo estos besos esta presencia única!
¡vivan este júbilo del mar los cuerpos aparejados!
¡nuestro almizcle que huele a marisco y a gato montés!
¡el relámpago en que nos dormimos juntos!
Juan Liscano (Venezuela, 1915-2001)
De Cármenes (1966), en Antología poética (Monte Ávila editores, 1993)
Mi camisa está sucia.
Mis manos sangran y ausentes respiran.
No hay huellas.
Son los mirlos del olvido.
Mi piel es estiércol amarillo.
Mi voz un perfume de la tierra.
No hay huellas.
Son los páramos abandonados.
Las piedras tienen rostro de cadáver.
El río es muerte sobre el cauce.
No hay huellas.
Son los vivos que están mudos.
Las gargantas de la luna,
sus semillas de luz verde.
No hay huellas.
Es el lugar de la nostalgia.
El tomillo crece en las afueras.
Hay liebres escondidas y conejos tibiamente agazapados.
No hay huellas.
Es lo triste y lo que huye.
Vienes con los ojos
taladrados por el sueño. Es un cuadro
de Giorgio de Chirico.
No hay huellas.
El amor se me destruye a casa instante.
Vienes y te amo
y empiezas a amarme,
y empezamos a estar sobre la tierra.
Gritamos en lo yermo.
No hay huellas.
Morimos en el día que gira hacia los bosques,
hacia los bosques hundidos.
Las líneas de tus manos
–caricia o beso que destruye–
son versos de René Char.
No hay huellas.
Ya no están las golondrinas
sobre el agua. Ya no miro
a los sauces olvidados.
Hay un piano vomitando
las muertes de Chopin.
Ya no escucho los ruidos de entonces.
Ahora hay un dios sin forma y sin principio.
No hay huellas.
Todo se ha ido con el día lento.
No hay huellas.
La calma es tristeza que estremece.
No hay nieve. Ni pájaros.
Es un desierto sobre los guantes tendidos de enero.
Una puerta como un vientre,
una ventana sin luz hacia la aurora.
La madera y la miel,
el trigo y el viento.
Las alas de un ángel de cartón.
La ciudad se disfraza de mentira.
Conocemos el lugar. Sabemos que es mentira
este telón. Hay un teatro de músicas antiguas.
Vienen de muy lejos. Empiezan en el agua.
Salen a veces de tus ojos y se parecen al silencio
cuando lo rompe la caída de una aguja.
Todo parece
fluir hacia la vida.
Las últimas nubes dejan sus ascuas
borrosamente como espejos encendidos.
Todo es lágrima y pincel:
ceremonia de rostros que suceden.
Pero no hay huellas.
Sigue sin haber huellas
y amo al dios abandonado
que me levanta de la muerte.