Voy paseando a mi perro y estoy muerto.
Soy un fantasma
que ha venido de la muerte.
La ciudad es un reflejo de la nada,
mi voz está encerrada y hace frío,
la nieve está cambiando en cada
esquina,
diciembre es un mes muy peligroso,
la tibieza juguetea
en los recintos,
y los días
son un hilo
tan frágil
que se puede romper aquí mismo,
en este paso equivocado o en esta vieja
sombra.
Luz. El perro y su correa. El parque.
El café en el bar de siempre. Aquella
farola
todavía velada por la lluvia. La
ventana sin regreso.
Los ojos del suicida. El ruido de ese
coche. Las plumas
del gorrión que dónde ha estado
antes de que lo dejara de mirar.
El golpe de una puerta, los laberintos
del frío.
Deja que brille el mundo y poco a poco
te irá rompiendo la memoria. He sido
ese
que ya no es, que ya no está,
que ya no sirve para nada.
Palabras vacías
que el canto arrastra
hacia otra luz.
Crear una frontera y otra forma
de estar contigo, poesía, extraño
mapa
invicto, pues no apaga
lo vencido. Juntar rostros
de mujeres que no extinguen la belleza:
la definen y la alargan
en este sueño de psiquiatra.
Cómo no volver por la misma muerte,
cómo apaciguar este incendio de
metáforas.
Tengo un euro veinte en el bolsillo:
tomar una cerveza,
pintar otro paisaje. No sé qué ocurre
ni qué es esta tristeza; sólo he
venido de la muerte
paseando con mi perro, quebrando el
tenso
tiro de la luz, los cables del olvido,
las calles del corazón
que va dictando a la intemperie
como un fantasma
del que nadie puede huir.
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